Hace apenas un par de semanas que Mario llegó a la gran ciudad; tan pronto como terminó sus estudios vino en busca de una oportunidad para sobresalir, a pesar de las protestas de su padre. Su padre opina que nada bueno puede salir de la gran ciudad. Mario, en cambio, piensa que es el lugar donde hay que estar, si se quiere llegar a ser algo en la vida. Y ahora que ha contado con la fortuna de encontrar trabajo, casi tan pronto como llegó, está más convencido que nunca. Hoy, sin embargo, el día no ha empezado demasiado bien.Alguien ha olvidado incluir algunos documentos en el paquete que se le envió hace algunos días al contador y el director ha montado en cólera. La oficina completa parece un hormiguero en fuego, así que Mario se sintió aliviado cuando decidieron que sería él quién le llevara los documentos al contador.Anna, la recepcionista, se disculpó con Mario por no enviarlo en taxi mientras le entregaba un sobre con los documentos. - “El tráfico es imposible a esta hora y tienes que cruzar la ciudad, irás mejor en el subterráneo” le dijo antes de recordarle, una vez más, que debía estar con el contador antes del medio día.Todo el entusiasmo que tenía Mario por llevar tan importante misión fuera de la oficina casi se esfuma en cuanto puso un pié fuera del edificio. Hacía demasiado calor y el tráfico y la acera eran un verdadero caos. Aún no se acostumbraba Mario al ritmo de la ciudad, autos y gente iban y venían en un desfile interminable y mientras se aflojaba un poco la corbata y desabrochaba el primer botón de su camisa, Mario empezó a caminar hacia la entrada del subterráneo, que se encuentra a dos cuadras del edificio donde trabaja.El andén estaba a reventar y por un minuto Mario consideró esperar a que éste se despejara un poco antes de siquiera intentar acercarse a las vías; pero las indicaciones habían sido claras: tenía que llegar a su destino antes del medio día. Y no quería ni imaginar que podría pasar si llegaba tarde así que, como pudo, se coló entre la gente para acomodarse casi en la orilla del anden, esperando que el próximo subterráneo llegara pronto.El pánico casi se apodera de Mario cuando finalmente arribó el subterráneo. Abordarlo fue todo un logro y por un momento creyó que las puertas cerrarían sobre él, dejando la mitad de su cuerpo dentro del vagón, mientras que la otra mitad permanecía aún en el andén. Pronto el subterráneo se puso en marcha. Doce estaciones hasta la terminal, en un recorrido de unos cincuenta minutos, es lo que le esperaba a Mario.Para cuando el subterráneo dejó la tercera estación Mario ya había logrado colocarse al frente del vagón donde viajaba, junto a la puerta que separa los vagones, misma que parecía estar firmemente cerrada. En esta posición Mario, aunque no mucho más cómodo que antes, se sentía mucho más en control de la situación. Se encontraba a una corta distancia de la puerta lateral, lo que resultaba prudente en caso que fuera necesario abandonar el subterráneo en una emergencia y, al menos, ahora tenía la espalda contra una superficie sólida.Fue entonces cuando Mario empezó a tomar mayor conciencia del entorno que lo rodeaba. -“Una lata de sardinas, si.” Fue lo primero que dijo Mario para si mismo cuando observó detenidamente la situación, aunque pensándolo un poco más, cambió de opinión. -“No” se dijo, -“seguramente las sardinas se encuentran más cómodas... aunque si huele un poco como una lata de sardinas, una que ha estado abierta demasiado tiempo.”Cuando las puertas del subterráneo volvieron a abrirse en la quinta estación, el corazón de Mario dio un salto. Entre un río revuelto de gente que entraba y salía por la misma puerta que Mario había entrado estaciones atrás, y que ahora se encontraba a unos metros de él, entró la mujer mas hermosa que Mario hubiese visto jamás, una trigueña con los ojos más cautivantes que cualquier mujer pudiera tener.El que nadie pareciera notar a tan bella mujer, sumado a los empujones y apachurrones de los que ella era víctima, molestó un poco a Mario. Pero su malestar dio paso a una leve esperanza cuando notó que ella se encontraba cada vez más cerca de él. Quizá tan sólo empujada por aquella marea de gente, quizá, justo como Mario hizo, buscando la relativa seguridad al frente del vagón, la trigueña estaba cada vez más cerca de Mario. No habían pasado todavía dos estaciones desde que Mario vio por primera vez a la trigueña, a la mujer más perfecta que cualquiera pudiera desear, cuando ella estaba a ya sólo unos centímetros de dónde Mario viajaba.Cuando el subterráneo se detuvo agresivamente en la séptima estación y toda la gente en el vagón se sacudió violentamente, como lo hacía cada vez que el subterráneo se detenía o daba un salto, Mario se sorprendió al descubrir que la trigueña había sido arrojada contra su cuerpo. Ella se limitó a deslizar su mano junto al cuerpo de Mario, para finalmente recargarla en mismo muro sobre el cuál Mario viajaba recargado. Con un rápido movimiento, la trigueña se impulsó ligeramente para separarse un poco de Mario. La trigueña dejó su mano sobre el muro y viajaba ahora realmente cerca de Mario, con su cuerpo casi rozando el de él.Por un momento Mario pensó en decirle algo a la trigueña pero antes que pudiera articular palabra alguna el ruido que producía el subterráneo, que se había puesto ya en marcha, opacaba todo lo demás. Mario, entonces, se limitó a rodear parcialmente a la trigueña con su brazo, mientras que con su palma extendida procuraba mantener a distancia a cualquiera que se acercaba demasiado a ellos. Sentía que la protegía y esto le produjo cierta satisfacción.Con cada tumbo y cada salto, que el subterráneo daba, Mario disfrutaba como las tetas de la trigueña rozaban contra la parte alta de su vientre, mientras él olía su cabello que estaba muy cerca de su rostro. Y por un instante se sintió avergonzado cuando se dio cuenta que la trigueña seguramente podía sentir su excitación, que no podía ser mayor. Pero pronto se dio cuenta que aún cuando el vagón se encontraba ya ligeramente más vacío y a pesar que él estaba manteniendo al resto de los pasajeros a raya, la trigueña en vez de retirarse a una distancia prudente estaba cada vez estaba más cerca de él, con su cuerpo ahora casi completamente recargando sobre el suyo, y Mario se olvidó de todo lo demás, disfrutando de su suerte.“Cuando lleguemos a la terminal,” pensó Mario, “la tomaré de la mano y ya fuera del subterráneo, fuera de esta locura, podremos hablar un poco. Si.”Apenas dejaba el subterráneo la novena estación, rumbo a la décima, cuando la trigueña reclinó su cabeza sobre el pecho de Mario y mientras el corazón de Mario latía apresuradamente la mano que ella había mantenido recargada en el muro detrás de él pronto lo sujetó por la cintura seguida poco después de su otra mano y, un instante después, la trigueña estaba ya acariciando y apretándole con pasión las nalgas a Mario.Mario, apenas conteniendo su excitación y procurando, sin mucho éxito ocultar un poco su entusiasmo, rodeo la cintura de la trigueña con sus manos, deslizándolas luego más abajo, para acariciarle suavemente las nalgas. No había tocado antes a ninguna mujer tan perfecta como ésta y aún así el acariciaba suavemente, conteniéndose un poco avanzaba lentamente, tal vez por su natural timidez, tal vez por pudor, mientras que ella procedía con mayor firmeza y con mucha más energía.Justo cuando el subterráneo comenzó a disminuir la velocidad, anunciando la proximidad de la décima estación, la trigueña llevó sus manos a la cintura de Mario, se separó un poco de él y levantó la cabeza para mirarlo a los ojos. Mario deslizó sus manos con suavidad a la cintura de ella. Se encontraban aún unidos por la cintura, con sus rostros a sólo unos centímetros uno del otro cuando el subterráneo frenó en la estación y ella puso una de sus manos en el pecho de Mario, para mantener esa corta distancia entre sus rostros.Y mientras Mario se perdía en los ojos de la trigueña ella retiró la mano del pecho de él, para llevarla hacia su propio rostro y besar suavemente sus dedos índice y medio colocándolos después justo sobre los labios de Mario.Fue entonces cuando la trigueña, de súbito, dio un paso atrás. Y con sólo una sonrisa en su rostro dio media vuelta, siguieron unos cuantos pasos, tan ligeros como ágiles, y la trigueña atravesaba ya las puertas de salida del vagón.Cuando Mario pudo reaccionar dio dos torpes saltos siguiendo a la trigueña, para terminar poniendo ambas manos sobre las ventanas de las puertas que le cerraron el paso. -“¡Hey!¡Espera!” Le gritó, mientras ella apenas volteo el rostro para regalarle una coqueta sonrisa mientras levantaba ligeramente los hombros. -“¡Deténganla!” Siguió Mario, con la voz ahora ahogada por el ruido del subterráneo que ya reiniciaba su marcha, -“¡deténganla... que me ha robado la cartera!”
Guardo en mi alma todos mis sentimientos, esos buenos sentimientos y cierro con siete llaves el cofre para que no osen salir y desato la perra mal parida que habita sólo en algunas mujeres y que en mí estaba escondida. Suelto la cadena que la tiene atada y con furia de venganza agarra entre sus patas mi corazón y lo mordisquea hasta deshacerlo en mil pedazos. Ella sabe que sólo al principio dolerá pero luego mi sangre se irá helando, mis lagrimales secando y ya no necesitaré más el calor de un abrazo, el fuego de un beso derritiendo mis labios, ni escuchar esos tontos “te quiero” que hacían aletear mariposas en mi panza, ellas también han sucumbido bajo las patas de su venganza, por eso siento un vacío en la boca del estómago como si un agujero grande y profundo se adueñara de mi cuerpo. Un agujero de nada, nada que no se siente porque ya no siento nada.
Y salgo a la vida que no es más rosa sino gris y me calzo un pantalón ajustado y me pinto unos labios rojos, recojo los fragmentos de mi corazón y lo guardo en el botiquín, no sea que alguno de ellos aún tenga un leve latido que me haga sentir y me marcho.
Voy a su encuentro, ya sin estómago que me produzca arcadas cada vez que él me toca, sin lágrimas que quieran salir al sentir que me hace suya de cuerpo pero no de alma porque la perra ahora la está destrozando con sus afilados dientes como si fuera un hueso de juguete.
Él está ahí, en su costoso auto con vidrios polarizados, con su gorda panza y su pene pequeño, con su abultada billetera que todo lo compra, con su ego henchido, tan grande que no ve mi cara de asco, ni mi interés por lo que me da cuando yo dejo que me dé.
La perra que ahora habita en mí y que a tomado posesión de este cuerpo sin alma y sin culpas, sin conciencia, ni moral ronronea como una gatita mimosa y ladina que sólo quiere conseguir su fin, ser de él para que lo de él sea de ella. Lo besa con pasión comprada, con besos pensados, con caricias ensayadas, lo hace sentir hombre cuando en medio de los besos ella busca con su mano el bultito que tiene en su entrepierna y que él cree único, enloquecedor, excitante por eso quiere que ella llegue a más, quiere que el auto sea su albergue mientras ella y su boca de perra hambrienta juegan con ese trozo de carne.
Pero no, me he transformado en una perra pero él no lo sabe, así que pongo mi mejor cara de señora bien y le digo: - Acá no mi vida, que me da vergüenza. Mejor vamos a un lugar más tranquilo. Y él arranca el auto como poseído, afiebrado hasta el telo más cercano, apurado por descargar su hombría en un agujero que cree húmedo por él, pero que en realidad está excitado porque ya no hay ni asco, ni culpa, ni dolor, ni sentimientos. Porque la perra ya no me deja sentir, porque ya no espero el amor, porque sólo sé que con él puedo saldar mis cuentas. Con él y con cualquiera que el olfato de mi perra traiga hasta mí.
me gusta observar la gente, ver cómo actúa, vive, lucha.
me gusta ver hasta donde soy capaz de llegar en esta jungla que es la vida.
me gusta que estés acá leyendome y que te guste.